Colectivo Silesia

Nuevas periferias en tiempos neuroliberales

marta

por Marta Carmona.

Un fenómeno recorre las consultas de entrada a las redes de salud mental y recibe múltiples nombres: trastorno mental menor, códigos Z, trastorno adaptativo, síndromes ansioso-depresivos y en general lo que de forma común se podría llamar “el malestar psíquico experimentado por las personas mentalmente sanas”. El trastorno mental grave, heredero actual del concepto moderno de “locura” (ya sea en su versión “psicótica” o en su versión “trastornos de personalidad”), continúa presente en las consultas, progresivamente más arrinconado en tiempo y recursos, sin que su prevalencia haya disminuido y con importantes dudas acerca de si su papel respecto a la comunidad ha mejorado con los años más allá de lo nominativo; con campañas anti-estigma de cuestionable eficacia (cuando no contraproducentes) y la terca persistencia del estereotipo “enfermedad mental = violencia” es razonable dudar que la sociedad haya asimilado mejor a los locos de lo que lo hacía hace cien años.

Existe controversia en torno a esos “trastornos mentales menores”. Por una parte una facción de los profesionales apuesta por una línea terapéutica basada en emplear los códigos Z como no-diagnóstico para estos fenómenos, haciendo hincapié en desmedicalizar/ despsiquiatrizar/ despsicologizar su abordaje y poder aplicar una prevención cuaternaria; por otra parte otra facción profesional apuesta por diagnósticos meramente clínicos aplicando los criterios de los manuales diagnósticos ateóricos, aculturales y ahistóricos escindidos del contexto sociocultural del sujeto. De este modo Susana, que desde hace meses llora, siente menor energía de la habitual, y presenta inquietud en contexto de situación de desempleo de más de tres meses o de amenaza de ERE en la empresa en la que trabaja podrá recibir un diagnóstico de trastorno adaptativo, de episodio depresivo moderado o un código Z dependiendo del profesional que la atienda y de la forma de entender la psiquiatría/psicología clínica que se aplique.

Pese a la progresiva mayor presencia de trastorno mental menor en las consultas, los circuitos de rehabilitación psicosocial siguen reservados para personas diagnosticadas de trastorno mental grave. Destinados a favorecer la permanencia/reinclusión de las personas diagnosticadas de trastorno mental grave en la comunidad, cuentan con la rehabilitación laboral como uno de sus pilares fundamentales. Asumiendo que un porcentaje de las personas diagnosticadas de TMG no podrán realizar dicha actividad y precisarán una incapacidad laboral absoluta, se apuesta porque aquellos en quienes la actividad laboral supondría un beneficio clínico y psicosocial, tengan a su disposición herramientas para ello. Y aparte de los centros de rehabilitación laboral destinados a adquirir/recuperar esas habilidades y el empleo protegido derivado de esos centros, en nuestro contexto aparece la figura del “empleo abierto”, con diversas cuotas de trabajadores con algún tipo de discapacidad en las empresas ordinarias o en las administraciones públicas. Para el acceso a este tipo de empleo es preciso un certificado de discapacidad superior al 33%; fácilmente obtenible con un diagnóstico de TMG. De este modo Claudia, que desde hace más de diez años atraviesa épocas, principalmente en condiciones de estrés, durante las cuales su pensamiento se rompe y aparece un delirio paranoide que le hace creer que todo su entorno está en su contra e intenta envenenarla, tiene acceso a un régimen de empleo en el cual su puesto de trabajo es más fácilmente adaptable. Las ILTs  que eventualmente necesite no resultan disruptivas para el centro en el que trabaja y a cambio de su contratación el estado otorga beneficios fiscales a su empleador basados en la idea de remunerar la creación de un puesto de trabajo lo menos hostil posible para Claudia.

Ahora bien, a la par que se observa una tendencia creciente de trastorno mental menor en las consultas, también se empieza a ver que con esos diagnósticos de síndrome ansioso-depresivo secundario a conflictividad laboral, etc, en ocasiones se obtiene un certificado de discapacidad del mínimo necesario para acceder a esos beneficios. Aunque para acceder a este tipo de empleos sólo sea preciso presentar el certificado de discapacidad es relativamente frecuente que los empleadores soliciten informes clínicos. De hecho no es legal que lo hagan, pero pasa. Y ahí se pone en marcha un fenómeno que nos inquieta. Ante iguales beneficios fiscales y en una sociedad que continúa estigmatizando la locura, con frecuencia el empleador escoge al trabajador con un 33% de discapacidad diagnosticado de síndrome ansioso-depresivo frente al diagnosticado de esquizofrenia paranoide con un 56%. El empleador contrata antes a Susana que a Claudia.

No se trata de discutir si sufre más Claudia o Susana. Al margen de sus diagnósticos la experiencia subjetiva de cada una es sagrada, y lo subjetivo no se puede clasificar en porcentajes y etiquetas (por mucho que se haga). Se trata de pensar si tiene sentido que un mecanismo social de inclusión de personas con dificultades intrínsecas se utilice para paliar consecuencias propias del sistema que no se darían en caso de bonanza económica. Si realmente es necesaria una rehabilitación psicosocial de alguien que está triste porque el sistema productivo/laboral de su país se ha basado en una burbuja especulativa ya pinchada, por muy profunda que sea esa tristeza; o si lo que se necesita es un cambio en las políticas de empleo.

En un contexto en el que los sindicatos tienen datos mínimos de afiliación, en el que las respuestas ante las reformas laborales, cada vez menos proteccionistas, son más tenues (probablemente por miedo a las represalias), la psiquiatrización/psicologización del sufrimiento asociado a las carencias del sistema productivo aboca a respuestas clínicas y terapéuticas que, por definición, se alejan de la raíz del problema y probablemente resulten iatrógenas.

A su vez cabría discutir la necesidad de crear redes especiales para personas con trastorno mental grave si esto implica negar el origen social de su sufrimiento. Que la forma de expresar el malestar de Claudia en el día a día sea menos frecuente y más extravagante no quita que el origen de su sufrimiento sea la soledad, el miedo, la falta de redes comunitarias, etc. Una sociedad justa aceptaría la diferencia de la subjetividad de Claudia y le permitiría incluirse en lo común, pese a su diferencia.

Ahora bien, en un momento histórico en el que lo comunitario se desmantela, el cuidado se esconde y privatiza y las relaciones humanas continúan atravesadas por una heteronormatividad castrante parece arriesgado renunciar a las herramientas de inclusión, laboral en este caso, creadas precisamente para construir una sociedad respetuosa e inclusiva con las personas diferentes y para que éstas obtengan la mayor autonomía posible. Las maniobras de creación de empleo para personas con trastorno mental grave (y el propio concepto de trastorno mental grave) deberán extinguirse pero porque ya no sean necesarias, no porque hayamos pervertido su uso original. Las consultas de salud mental no pueden convertirse en un filtro para el acceso a la protección social. Si entendemos que Claudia y Susana merecen la misma ayuda y una consulta no es lugar para juzgar quién la merece más (razonamiento más que lícito) y ponemos los mismos recursos al alcance de las dos, en una sociedad que oprime a Claudia frente a Susana (Susana es normal y Claudia no) reproduciremos esa opresión. Justo en el lugar creado para paliarla.

4 comments

  • Francisco Dionisio Casado Cañero

    Es la realidad cotidiana que observamos.

  • Marta

    Ya, un espanto.. sin embargo, mal que nos pese, esas tímidas políticas de protección social, impulsadas por el poder político-económico, que funcionan a las mil maravillas como elemento de control social y por la que se pelean los más excluidos entre sí (no vaya a ser que les dé por pensar quién es realmente el enemigo), operan a la vez como «píldoras adormideras» y como derecho social irrenunciable. Visto así, el problema no es tanto los efectos secundarios de esas mini-medidas de protección social en salud, educación o servicios sociales, el problema de fondo es el desmantelamiento progresivo e intencionado de las redes comunitarias en los barrios y pueblos que podrían frenar la caída libre hoy de Claudia, mañana Susana. Y por supuesto, la ausencia de políticas públicas globales, integradas y participadas en los territorios orientadas hacia ese fin (no sea que ambas dos ganen en autonomía y les dé por cuestionarse el origen de su desesperación y la de otros millones de personas).

  • Amén!

    Enhorabuena, por este magnifico post, Claudia! Me ha aportado mucho.

    En los CMS (Centros Municipales de Promoción de la Salud de Madrid) colaboramos con la red de CRPS, CRL, etc, en todo tipo de proyectos (huertos comunitarios, arte y salud, etc.) con buenos resultados individuales pero desconozco el resultado a medio-largo plazo,. Son sinergias comunitarias muy interesantes, en potencia, pero falta un buen entrelazado entre todas las redes y recursos que dependen de diferentes instituciones, incluso de diferentes unidades dentro de cada institución, y muchos están externalizados y precarizados. Además, esta coordinación/sinergias se dificulta por la progresiva desterritorializacion de los recursos de salud mental (y de otros).

    Me faltaba está interesante contextualizacion que haces del uso de la reinserción laboral «por el sistema». Así da gusto!

    Un abrazo

  • ¡Perdón, quería decir Marta (Carmona)! 😉

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