La Navidad como reto de salud pública.
por Javier Padilla
La pandemia de COVID-19 ha sido y está siendo una reedición permanente del dilema entre lo individual y lo colectivo, entre que unos corran hacia delante o que corramos todos juntos, entre evitar el impuesto a las clases altas o desarrollar políticas de rentas garantizadas, entre yo-no-me-vacuno-porque-Soros, yo-me-vacuno-y-empiezo-a-hacer-vida-normal o nosotros-nos-vacunamos-porque-es-necesario-para-proteger-a-quienes-no-se-pueden-vacunar.
En un contexto de fuerte atomización social y gran recelo hacia cualquier política que pretenda sentar las bases de un proyecto ampliamente igualitarista, nos llegó una pandemia en la cual lo fundamental para limitar su impacto era limitar nuestras voluntades de movilidad y socialización para proteger al otro. Una pandemia en la cual una de las medidas fundamentales de protección -el uso de mascarilla- no era para nuestra propia protección sino para la de quienes nos rodearan en cada momento. Una pandemia en la que nadie está a salvo si no estamos todos a salvo, pero que a su vez ha evidenciado que hay quienes tienen más fácil preservar cierto nivel de seguridad incluso a costa de que otros se expongan más, explotándolos, también, epidemiológicamente hablando.
En este contexto, llega la Navidad, fin de año… época de juntarse con amistades y familia, mezclando generaciones, en lugares cerrados frecuentemente pequeños, hablando en voz muy alta y, en muchas ocasiones, con importante consumo de alcohol. Es decir, todo lo que durante los meses anteriores había sido demonizado como si se tratara de la tormenta perfecta para la propagación del SARS-CoV-2. Además, llegaremos a esa época en una situación epidemiológica complicada, con la mayoría de las regiones de España acabando de pasar la segunda ola en términos de incidencia pero, muy probablemente, con niveles aún elevados de ocupación hospitalaria y, sobre todo, de Unidades de Cuidados Intensivos.
Esta situación plantea retos y conflictos, y creo que, sobre todo, sitúa a las instituciones pública y la salud pública en general ante un dilema: aspirar a dar recomendaciones ideales que busquen sus objetivos de disminuir el impacto en salud de la pandemia -aunque puedan alejarse de la práctica real de la gente- o abrir un poco la mano planteando un horizonte de recomendaciones que pueda ser más asequible pero que suponga un mayor riesgos en términos de dinámicas de transmisión del SARS-Cov-2. Básicamente, supone plantearse qué lugar ocupar entre los polos “hay que salvar la navidad*” y “hay que actuar como si la navidad no existiera este año”.
Salvar la Navidad no es una dicotomía, sino una variable continua en la cual existen herramientas que pueden ayudarnos a pasar un periodo festivo que no incorpore las reuniones multitudinarias de otros años pero que tampoco nos aboque a la soledad y la distancia de forma inequívoca. Como señala uno de los artículos que se mencionarán posteriormente, en el cual una persona con un test negativo (y que había sido contacto de un caso) fue el origen de un brote en un entorno familiar, “esta investigación es un recordatorio oportuno, dada la próxima temporada navideña, del potencial de transmisión entre miembros de la familia en reuniones planificadas donde no se usan mascarillas y distanciamiento físico.”
La solución tecnológica: el test rápido.
Un reciente artículo de Michael Mina, epidemiólogo en Harvard, recientemente publicado en TIME, planteaba, bajo el título de “cómo podemos detener la propagación de COVID-19 para Navidad” ue la situación actual de los EEUU solo puede controlarse mediante lo que podríamos denominar una estrategia de protección de grupo mediante test seriados de antígenos, consistente en realizar de forma masiva (plantea llegar a la mitad de la población) test de antígenos de forma seriada (cada 4 días) para tratar de frenar la transmisión de esa parte de la población en el momento en el que den positivo, siendo aún asintomáticas (o presintomáticas). Esto es, aplicar a un grupo amplio de población la idea de que, para la detección en población asintomática importa más la frecuencia de repetición y el tiempo de respuesta que la sensibilidad de la prueba.
El planteamiento es atractivo, pero en mi opinión incurre en un riesgo: no explicar que se trata de una medida de salud pública y no de una estrategia de seguridad individual. La sensibilidad de los test rápidos de detección de antígeno del SARS-CoV-2 está aumentando de forma notable (recordemos que una herramienta de este tipo era el anhelo de los clínicos al inicio de la pandemia, extrapolando las pruebas de detección de estreptococo para la faringoamigdalitis), y cada vez hay más datos que señalan que su resultado se vincularía más a la determinación de contagiosidad que en el caso de las PCR (ver este pre-print -con la cautela que eso indica-); además, vamos teniendo herramientas para señalar qué rol dar a cada resultado en función de la situación epidemiológica del lugar en el que se realice (aquí Oriol Mitjá explica bien por qué dependiendo de la probabilidad pre-prueba el riesgo de rotura de la fiabilidad se centra en los positivos o en los negativos). Sin embargo, los test rápidos de antígenos parecen estar encontrando un nicho de mercado en otorgar seguridad individual para la realización de prácticas que no se llevarían a cabo en situaciones normales, o para hacerlo sin las medidas habituales de seguridad (recientemente ha sido noticia su popularización en la celebración de bodas, por ejemplo). Es cierto que un test negativo de antígenos sí que puede informarnos de una menor probabilidad de que tengamos COVID-19 (y seamos infectivos) que no tener dicho test; en términos epidemiológicos, la probabilidad post-prueba teniendo un test negativo sí que es inferior que la probabilidad pre-prueba no teniendo ningún test; sin embargo, esto está lejos de querer decir que un test negativo te capacite para quitarte la mascarilla y darle un abrazo a tu abuela nonagenaria.
El gran valor potencial de los test de antígenos en población asintomática, realizados de forma seriada reside en su gran accesibilidad y su capacidad, así, de poder frenar la circulación de población en fase contagiosa (cosa especialmente relevante en ciertos entornos); sin embargo, a nivel puntual aislado en una ocasión, su valor es limitado para la toma de decisiones de “exención de seguridad” a nivel individual.
La solución estratégica: adaptarse y prever.
El valor de una estrategia de salud pública (y, en general, de una estrategia, prueba diagnóstica o tratamiento en el ámbito de la salud) no es un valor aislado sino el que se deriva de su comparación con la alternativa ya existente; por ello, el valor incremental (esto es, el valor que viene a aportar la estrategia planteada) no es el mismo si la normalidad previa es un sistema sanitario excluyente, con una cobertura sanitaria que no llega a una parte importante de la población (y en la que un ingreso hospitalario puede suponer la bancarrota para toda la familia) que si la normalidad previa es un sistema con buen nivel de cobertura sanitaria y disponibilidad generalizada de acceso al sistema sanitario. Hay población a la que no se llegará más que con estrategias desvinculadas del sistema sanitario asistencial, pero su uso ha de estar supeditado a haber hecho los deberes en los escalones previos, allí donde la prevalencia de enfermedad es más elevada que en la población asintomática general (contactos estrechos, trabajadores sociosanitarios…).
Esta perspectiva que señala a los test rápidos de antígenos como una tecnología con gran valor pero no para cualquier cosa debería ayudar a romper el recelo hacia ellos presente en una parte de la epidemiología y la microbiología clínica, que se niega a aceptar la pérdida de fiabilidad diagnóstica o la pureza de la indicación a cambio de mayor accesibilidad y agilidad de respuesta. La sociedad, y el futuro de la pandemia, necesita de estrategias de salud pública que lideren un discurso que no allane el uso de ciertas tecnologías diagnósticas útiles al papel de producto comercial de venta en farmacias para su auto-indicación, desvinculado de su uso estratégico en términos de salud pública.
Entonces… ¿salvamos la navidad o no?
Mientras escribía esto, en uno de los típicos parones multitarea a los que la economía de la (in)atención nos aboca, veía un mensaje de la cuenta de twitter del Principado de Asturias que terminaba diciendo “N’Asturies, toles persones curiamos de toes”. De cara a las fechas que vienen, muy probablemente ese debería ser el marco, con independencia de que dentro podamos rellenarlo de prácticas muy diversas.
Las instituciones públicas y, muy concretamente, los organismos de salud pública, han de huir de tener una labor meramente prescriptiva y avanzar hacia un lugar en el cual traten de adaptar esa prescripción de recomendaciones a una realidad que no se mueve solamente en el marco de lo ideal. La forma más efectiva de evitar un incremento de casos en enero sería que nadie se reuniera en las semanas previas, pero eso no va a pasar, y como no va a pasar es mejor dejar de usar ese como el marco al cual dirigir nuestras recomendaciones. Habrá gente que elija no reunirse, otra que decida reunirse solo a mediodía los días que haga buen tiempo para poder hacerlo en el exterior, otra gente tendrá una Nochebuena de ventanas abiertas y tomarán langostinos con el abrigo puesto, otra dejará a las personas mayores y clínicamente vulnerables en casa y se juntarán las personas más jóvenes y también hará quien actúe como si nada hubiera pasado, del mismo modo que hacen ahora.
Con una población que camina a lomos de lo que se ha venido a denominar como fatiga pandémica, dirigir las recomendaciones hacia la deseabilidad de un extremo de esas conductas tal vez no sea lo más sensato en términos de comunicación institucional. Por ello, enfatizando la necesidad de ser muy cuidadosos los unos con los otros, especialmente con las personas más vulnerables, tal vez deberíamos hacer algunas excepciones en el purismo salubrista y plantear que los test antes de ir a cenar no tienen ningún sentido epidemiológico pero poner a disposición una prueba para la gente que vuelva a su casa a vivir durante dos semanas pues tal vez sea algo deseable. Romper el marco de lo ideal y lo real, sin que lo real suponga una enorme brecha en la protección de los más vulnerables, y utilizando las herramientas a nuestro alcance para adelantarnos a la transmisión del virus en los entornos en los que esta sea más probable; así debe encarar la salud pública las próximas semanas. Así, y reforzando unos servicios que están al borde del agotamiento y que en enero comenzarán a afrontar una doble situación complicada: la vuelta de fiestas navideñas y la adaptación de la sociedad a una situación que aún no hemos vivido y que no sabemos cómo impactará en la adopción de medidas (por parte de las instituciones y por parte de las personas), el posible inicio de la campaña de vacunación frente al SARS-CoV-2.
Tenemos elementos importantes para el optimismo en términos de evolución de la pandemia (y para el pesimismo por la situación de desigualdad y problemas sociales que está por venir); la segunda ola se ha logrado doblegar con importante impacto en salud pero sin necesidad de confinamientos domiciliarios estrictos -que también tienen impacto en la salud-, tenemos mayor conocimiento adquirido que hace unos meses y, si los ritmos del desarrollo de las vacunas siguen de forma favorable, es probable que en unos cuantos meses podamos sumar a las herramientas de control de la epidemia la protección de grupo derivada de la vacunación de un porcentaje de la población.
Al mismo tiempo, tenemos un sistema sanitario que lleva muchos meses en situación de parálisis -aunque las enfermedades que no son el COVID-19 siguen produciéndose aunque no reciban la asistencia que precisan-, una sociedad cansada de esta situación de constante alarma, sin haber podido realizar un duelo ni individual ni colectivo y con la sensación de que cuando-todo-esto-acabe estaremos al final de muchas crisis y en el seno de una crisis social y ecológica más grandes aún.
La navidad no puede ser el enésimo caballo de batalla polarizador, y para ello la salud pública ha de estar al frente; trazando medidas viables, poniendo a disposición de la gente la toma de decisiones saludables de la manera más sencilla posible.
* hago referencia a “navidad” como el periodo festivo en términos sociales relacionado con esa fecha; podemos ahorrarnos las consideraciones esencialistas en relación a la centralidad religiosa del festejo, que entiendo que es algo en lo que las recomendaciones de salud pública no han de entrar demasiado.