El sur de Madrid como problema de salud pública.
por Javier Padilla
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El sur de Madrid ignora el mensaje oficial del confinamiento voluntario.
El dedo señalador de los medios de comunicación lo tiene claro, los habitantes de «el sur» de Madrid desobedecen de forma sistemática las recomendaciones de las autoridades sanitarias y no se quedan en casa a pesar de que el viceconsejero de salud pública les invitara a ello (invitar como recomendación, porque no había ninguna prestación que facilitara dicho autoconfinamiento).
En la construcción de «el sur desobediente» operan tres lógicas que se entrecruzan:
I) Por un lado, el señalamiento de que el cumplimiento de las medidas de seguridad es el producto de una decisión individual no condicionada por determinantes estructurales o dinámicas sociales y económicas.
II) Por otro lado, el intento de deslegitimar el discurso de que el COVID-19 sí entiende de clases sociales, señalando situaciones que parecen contradecir esa afirmación, aunque realmente no lo hagan (ver el final de este texto).
III) Por último, el producto de individualizar las decisiones y deslegitimar la explicación que considera las clases sociales como un factor explicativo de la diferente distribución de los contagios: el señalamiento de «los barrios del sur» como irresponsables, que no deja de ser la estigmatización trabajada durante décadas.
Todo esto trata de conformar una imagen de un sur urbano como problema de salud pública que supone un lastre para los barrios responsables de la ciudad (que son los mismos que se manifestaban en plano confinamiento, por otro lado), sin señalar que el problema de salud pública son las condiciones de vida a las que se somete a parte de la población de estas zonas y las dinámicas de segregación urbana que se han convertido en un hecho definitorio de la ciudad de Madrid (y de muchas otras, claro).
En los barrios de rentas bajas la incidencia de COVID-19 no es más elevada porque cada individuo sume un número de items determinados dentro del modelo de determinantes sociales de salud, más allá de la foto estática ahistórica de la situación de cada persona es preciso mirar a la imagen dinámica del barrio al que se señala, de cómo las dinámicas de segregación han hecho que allí confluyan determinadas condiciones de vida que, al mirar con el microscopio de la individualidad, hagan ver ciertos hábitos de vida cuyas causas quedan ocultas por el exceso de zoom en la mirada. Además, negar la existencia de dinámicas históricas que han generado y amplificado los desiguales paisajes urbanos en los que vivimos supone hacer creer que la respuesta a los problemas que observamos en el seno de la crisis del COVID-19 se pueden solucionar atendiendo solo a la individualidad del hábito de vida o a la particularidad de la modificación de las condiciones, infravalorando la existencia de dinámicas globales que generan estas desigualdades y a las que hay que prestar atención para cambios más profundos y duraderos.
De la segregación al contagio.
Hay un trinomio a través del cual la segregación urbana que hemos comentado se dibuja con claridad sobre la posibilidad de la gente de exponerse más o menos a situaciones de contagio en un momento como el actual: el empleo, la vivienda y el cuidado.
En relación al empleo, hubo dos medidas fundamentales de protección del mismo durante la fase inicial de la pandemia y que se han extendido hasta estos días: los ERTEs y el teletrabajo. El teletrabajo, entendido como medida de adaptación del empleo a una situación en la que la presencialidad supone un incremento del riesgo de contagio es una medida tremendamente regresiva en términos sociales (ver gráfica) que amplifica una brecha ya existente y que, probablemente, disminuye nuestra capacidad para poner el foco en la necesidad de proteger la subsistencia de la población más allá de su capacidad para trabajar a distancia. A este respecto, tal vez las medidas como el Ingreso Mínimo Vital (uno que sirva de verdad) o la Renta Básica de Emergencia, deberíamos encuadrarlas como acciones encaminadas no solo a garantizar la subsistencia de las personas más allá de su capacidad para trabajar, sino también como una manera de aminorar ese impuesto de contagio que las personas de renta baja han de pagar mediante la presencialidad ligada a sus empleos. Teletrabajar es un privilegio de clase y, en tiempos de pandemia, ese privilegio se traduce en una menor exposición al contagio.
Cuando señalamos los ámbitos de agrupación de casos de COVID-19 solemos señalar a los lugares de trabajo y a los entornos de reunión familiar (sobreestimando la importancia de las reuniones de ocio familiar e infraestimando, probablemente, la vida habitual -no ociosa- de los grupos de convivientes). La forma en la que las personas conviven también tiene un marcado carácter de clase, como muestra esta imagen del «Estudio sobre confinamiento y salud en población infantil». Que Vallecas sea uno de los distritos donde está impactando de forma más importante el COVID-19 en estos días y, a su vez, sea el lugar donde pasado mañana tenga lugar un desahucio de varias familias no es algo casual, porque el derecho a la vivienda va de la mano del derecho a la salud, así como van sus vulneraciones.
Por último, está la dimensión del cuidado, que atraviesa las dos anteriores haciendo que las personas (las mujeres) en las que recaen los trabajos (formales o informales) de cuidados tengan una mayor carga de exposición al contagio, tanto mayor cuanto peores sean, además, las condiciones de los hogares donde desempeñen una parte de ellas.
La falaz paradoja de Alcobendas.
Our neighborhood has the most Covid in Madrid, the city with the most Covid in Europe right now. This breaks the perception that it’s essential workers and low income areas that get Covid. Covid is most spread among friends and family reunions. https://t.co/CmU6irahbJ— Martin Varsavsky (@martinvars) August 24, 2020
Recientemente, el empresario Martin Varsavsky escribió un tuit diciendo que vivía en el distrito con mayor densidad de casos de Madrid, a su vez la ciudad con mayor tasa de infección de Europa, señalando al contagio entre amigos y familia como la causa fundamental y afirmando que eso desmentía la «percepción» de que eran las áreas de baja renta y los trabajadores esenciales quienes estaban más expuestos y tenían mayor riesgo.
El artículo enlazado titulaba con una frase que era una declaración de intenciones: «Alcobendas, el municipio que rompe el ‘paradigma Covid’: rentas altas, líder en contagios«. Alcobendas salvando al neoliberalismo de las socialistas ideas de la epidemiología, parecía decir.
Sin embargo, y esto es algo que se señalaba en la noticia (cosa que poca gente lee, como bien sabe quien titula), los datos dentro de Alcobendas son muy diferentes si uno mira al barrio donde vive la gente de clase trabajadora y al barrio donde viven los empresarios y futbolistas que hacen aumentar la renta media del conjunto del municipio.
Lo de Alcobendas trasciende la anécdota y señala como tratar de hacer ver que el COVID es algo que nos pasa a todas las personas por igual puede negar las causas fundamentales de la distribución de la pandemia y hacer que se levante el dedo acusador hacia las conductas individuales de barrios que se encuentran, desde hace décadas, en la intersección de diferentes injusticias en todos los determinantes sociales que podamos imaginar salvo en el de tejido comunitario con capacidad de luchar por la mejora de las condiciones de vida.
La ciudad sigue su curso.
Tenemos dos fenómenos con gran capacidad para agruparse geográficamente: I) la clase social, por medio de la segregación urbana y II) los contagios, por medio de las dinámicas de transmisión de microorganismos. La interacción entre la clase social y los contagios resultan en la desigual distribución geográfica del contagio que estamos viendo. Muy por encima del comportamiento del individuo se encuentra su posición social y las dinámicas de funcionamiento de dicha sociedad. Seguiremos viendo estos fenómenos, porque esto hunde sus raíces en prácticas de hace muchos años y los cambios deberán venir con mirada larga.
Mientras tanto, en Usera (y en Vallecas, y en Carabanchel, y en Villaverde,…) la vida seguirá como la narra magistralmente Sarah Babiker en un artículo de El Salto:
En estos meses de lenguajes épicos donde se buscan héroes y villanos para glosar una narrativa que nos distraiga de la trampa de precariedad y control en la que nos estamos enredando, desde Usera escribo sobre el heroísmo del margen: si hay alguna gesta loable, es la de la gente que sobrevive a seis meses de pandemia sanitaria, en una ciudad que la mira con sospecha mientras exprime su fuerza de trabajo en los sectores más precarios de la economía, familias enteras que tiran para adelante con salarios de mierda y alquileres al alza, mujeres y hombres esperando a un ingreso mínimo vital que no llega, madres intentando explicar conocimiento del medio en inglés con el Google Translator tras largas jornadas de trabajo y trayectos en un metro hacinado en las horas puntas, cruzando los dedos porque los colegios abran en septiembre y así sigan.
Una postal desde Usera. El Salto.
Interesante análisis de detalle. Si esto es así, y se sabe ¿por qué no se toman medidas específicas y no generalista? Por ejemplo, una fácil: incrementar la frecuencia de paso del metro. ¿Quizás porque eso implicaría el reconocimiento de un problema que no sería políticamente correcto, y ante el que no tendrían soluciones fáciles? No, por favor, desde la política no se hacen esas cosas!