Colectivo Silesia

Una salud pública para la vida buena.

Arma o brazo.

“En miles de canciones de rock y, de hecho, en todas las músicas (ópera incluida), en miles de spots publicitarios, videoclips y películas —en su corazón y en muchas líneas, imágenes e imaginarios— está la creencia de que no hay placer sin riesgo. O lo que no es lo mismo: a menudo no hay plenitud sin arriesgarse” (Miquel Porta. Los imaginarios colectivos de la salud pública).

Durante el último año, la salud pública ha estado en el centro de las decisiones tomadas en las instituciones y de la vida de las personas. Todo, hasta la decisión cotidiana más nimia, parece tener en cuenta indicadores de salud pública. Abrazamos o no a nuestros familiares por lo que dice la incidencia acumulada. Miramos con más recelo a nuestros hijos e hijas cuando se acercan a otros en el parque en función de la tasa de crecimiento de la enésima ola que nos parezca llevar por delante. Hacemos planes para el fin de semana mirando la última rueda de prensa que dice si podemos salir de nuestra Comunidad Autónoma o, incluso, si teóricamente la calle de enfrente de la nuestra está confinada y la nuestra no.

Pero la salud pública es mucho más que la implantación de límites a nuestro libre albedrío, aunque en ocasiones también es esa implantación de límites. Lo decíamos Pedro Gullón y yo en “Epidemiocracia”:

“En el año 2010, Micah P. Hinson publicó un álbum que abría con un tema llamado «A call to arms»; este título bien podría hacer referencia al dilema en el que se mueve constantemente la salud pública cuando intenta diseñar políticas que impacten sobre las poblaciones mientras actúa sobre los individuos. «A call to arms» puede traducirse como «una llamada a las armas», pero también como «una llamada a los brazos»; puede hacer referencia a la metáfora bélica sobre la que construir un relato de autoritarismo salubrista, pero también a la metáfora comunitarista de colaboración colectiva y empoderamiento comunitario a lomos de la unión y la fuerza de los miembros de la comunidad. En tiempos de epidemia, la respuesta de salud pública reside, básicamente, en elegir armas o brazos, o, mejor dicho, en elegir en qué momento se va a necesitar una cosa o la otra.”

Javier Padilla, Pedro Gullón. Epidemiocracia. Capitán Swing.

Uno de los grandes problemas de la salud pública (especialmente de la salud pública con capacidad para tomar decisiones o, al menos, para que sus opiniones se oigan en los medios de comunicación) es que la deriva de la coerción ha podido sobre los asomos de la creación de comunidad y la ha colocado en un rol de voz de la conciencia en ocasiones caricaturesca. Necesitamos una salud pública que entienda que su objetivo no es ser el Pepito Grillo de la población, sino una herramienta para la búsqueda de la vida buena, preocupándose no solo por las ganancias totales de bienestar, sino también por su distribución dentro de la sociedad.

Esta necesidad de trascender el todo-mal la expresaba de forma brillante Elizabeth Duval en un artículo publicado ayer, donde podríamos cambiar las palabras «la izquierda española» por «la salud pública» y podría ser un argumento más de esto que comentamos.

El problema de este tipo de discursos, pues, que coyunturalmente ha asumido la izquierda española, es que no tienen en cuenta ni la frustración ni las ganas de vivir; en otras palabras, aquello que decía Mark Fisher en Realismo capitalista: la izquierda tiene que hacerse cargo de los deseos que ha generado el capitalismo, porque este es incapaz de satisfacerlos. ¿Por qué seduce lo que ofrece Ayuso? Permite liberar toda esa pulsión libidinosa: permite, además, deshacerse de la culpa o la vergüenza.

La libertad guiando a los gabachos borrachos. Elizabeth Duval. Público.

¿Desde donde construir la salud pública para la vida buena?

A la hora de pensar esa salud pública para la vida buena, hemos de tener en cuenta que la COVID-19 nos ha traído tres aspectos que se antojan como centrales y que hay que saber conjugar para salir de esta: la certeza, la interdependencia y la añoranza.

La certeza de que estaremos protegidos frente a lo inesperado, que tendremos seguridad ante la aparición de algo que pueda hacer que todo se caiga, la certeza de que podemos pensar en qué hacer dentro de tres meses sin que “mañana” lo consideremos un futuro inalcanzable e implanificable. Una certeza con tentaciones de convertirse en una pulsión securitaria que elimine los riesgos incómodos aunque sea a expensas de eliminar libertades poco tangibles (los datos, todo está en los datos).

La interdependencia como forma de ser consciente de que la individualidad es una fantasía  (Almudena Hernando rules) que omite de forma sistemática cualquier trabajo realizado para mantenernos en el día a día, pero también la interdependencia como reconocimiento de que hace falta pensar la vida buena más allá de nuestros propios límites, sabiendo que aspectos como la emergencia climática son fundamentales en nuestra vida en el ahora y en las próximas décadas.

La añoranza como signo de que nuestra incapacidad para pensar un futuro distinto (y mejor) nos aboca a querer recurrir, de forma reiterada, al pasado inmediatamente anterior a la llegada de la pandemia de SARS-CoV-2. Pero esa añoranza de lo previo, esa nueva normalidad, no solo no es alcanzable sino que para una parte de la sociedad (y para la sociedad como conjunto) es indeseable.

La salud pública ha de trascender esa añoranza, porque en el marco añorante, la salud pública solo es arma, martillo y coerción, es el freno que no deja volver atrás. La salud pública ha de trascender esa añoranza, siendo consciente de su existencia, y proyectarla hacia un futuro deseable de vida buena que tenga capacidad para que la gente quiera vivir en ese marco de interdependencia, certeza, cuidados, pero también placer, compañía y tranquilidad.

¿Y cómo rellenamos ese marco?

La situación actual parece complicada para una salud pública metidísima en la rueda del eso-no-,-quita-de-ahí-,-quédate-quieto-,-no-te-muevas, pero sí existe un amplio campo para asumir el reto de plantear un escenario que, por un lado, reconozca el deseo de la población de llevar a cabo acciones que a día de hoy suponen riesgos difícilmente asumibles y, por otro lado, plantear alternativas con capacidad para centralizar ese deseo de la sociedad, que necesita que el futuro brille un poco más allá de la restricción perpetua y el no-comas-eso-no-toques-eso-no-pienses-eso-no-desees-eso.

El vegetarianismo es un ejemplo de éxito a ese respecto. De poder ser inicialmente una corriente muy limitada al rol de juez de la conciencia aleccionador, ha pasado a plantear un horizonte de vida vivible que, además, aspira a servir a toda la población mientras cuida del planeta.

La salud pública para la vida buena, en el momento actual, no basta con que diga que las personas de rentas bajas sufren más las consecuencias de la pandemia, sino que tiene que reivindicar la necesidad de la gente de contar con ingresos económicos para poder vivir (ay, qué pronto se nos extinguió el debate sobre la renta básica de emergencia), no basta con que le diga a la gente que se tiene que reunir al aire libre, sino que ha de exigir la apertura de todos los parques, patios de los colegios, zonas abiertas de museos, parques y jardines, para que se pongan a disposición del encuentro de la gente, animando además a que estos encuentros se produzcan, no viéndolos como un mal menor. No basta con señalar los desastres en la vacunación o los saltos en el orden de lista, la salud pública para la vida buena debe reconocer que, a día de hoy, la vacunación rápida, ordenada y basada en la confianza institucional es el elemento con mayor capacidad para catapultarnos a un futuro cercano de abrazos y reencuentros, y por eso ha de exigir la suspensión de las patentes de las vacunas, proponer mecanismos de incremento de la capacidad industrial de fabricación, reclamar rapidez en la vacunación dentro de cada país, transparencia y planificación, y colaborar para que la información que llega a la población sea veraz, contrastable, confiable y adaptada a la gente.

Una salud pública, por último, que reivindique los lugares de encuentro donde recomponer heridas y acompañar a quienes las sufren, individual y colectivamente, que no ponga una losa encima de la pena pero que tampoco haga que la pena sea todo.

La salud pública debe ser parte de la construcción de un futuro que tenga en la vida buena, en el deseo, en el placer, un aspecto central. Una salud pública con la gente, no contra la gente.

Para la salud pública, debajo de la coerción estaba la comunidad.

One comment

  • Irene

    Hacia el ideal caminaremos…
    Gracias por este genial artículo. Mi confianza es más bien poca, sobre todo desde ni experiencia de enferma crónica (negocio seguro para el capital farmaceútico) pero seguiremos en el camino!

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